NO HAY NADA MAS PELIGROSO QUE UN EX PROGRE TRABAJANDO EN EL GRUPO CLARÍN.
SON MUCHO MAS PELIGROSOS QUE LA OPOSICION ABURRIDA...
Fuente : tiempo.argentino.
Por
Quizás haya llegado la hora de que el coraje persistente frente a los oligopolios de la radio y la TV y a la obstinada cerrazón de sus mandatarios políticos y judiciales se replique ante la concentración de las llamadas industrias culturales, en particular frente a la editorial, al libro, al viejo y amado texto.
Fuente : tiempo.argentino.
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Quizás haya llegado la hora de que el coraje persistente frente a los oligopolios de la radio y la TV y a la obstinada cerrazón de sus mandatarios políticos y judiciales se replique ante la concentración de las llamadas industrias culturales, en particular frente a la editorial, al libro, al viejo y amado texto.
Más de 1000 personas, entre las que pudieron ingresar y las que se quedaron fuera y partieron desairadas de la sala Jorge Luis Borges de la Feria del Libro de Buenos Aires, acudieron el sábado pasado al acto organizado por Carta Abierta, a las 9 de la noche. Osvaldo Bayer, Roberto Cossa, Federico Luppi y Horacio González, entre otros, se refirieron a los nefandos efectos del neoliberalismo que aún anida en esa suerte de energía restauradora emanada del aparato de sentidos de los ámbitos patricios del país; efectos esos que, vale la pena destacarlo, impactan no sólo sobre las víctimas sino también sobre los victimarios, pues estos terminan habitando dentro del propio monstruo que crearon y bendijeron.
Los allí presentes soportaron el elegante mal trato de los organizadores de la feria y sus agentes de seguridad, porque se sabían en acto de desagravio a dos bandas: al director de la Biblioteca Nacional, quien fue blanco de la corporación mediática desde el día mismo que con justa puntería caracterizó a Vargas Llosa como insultador de las instituciones de la República y propagandista ramplón de una derecha regional (y global), que poco nuevo tiene que decir; y al conjunto de ciudadanos y ciudadanas (ellos y ellas no son responsables) que concurren al predio de la Rural, pagan su entrada y al final de cuentas no hacen otra cosa que pasear por un supermercado temporario, sin siquiera ofertas ni promociones en serio; en general, apenas si pueden comprar los mismos títulos y formatos que en forma cotidiana habitan los anaqueles de cualquier librería.
No puedo negar que ciertas actividades de carácter cultural sí tienen lugar, pero sólo forman parte del decorado, del engaña pichanga dirían los más viejos de barrio, tendiente a dotar de escenario a un evento que, de la mano del proceso de concentración oligopólica de la corporación mediático-editorial, se redujo a buen negocio para los patrones del lenguaje neutro, del libro chorizo o pizza congelada, al decir de Américo Cristófalo, director de la carrera de Letras de la UBA; en definitiva para un consorcio de mercaderes de alforjas privadas, como el que conforman la Fundación del Libro, la feria y sus socios privilegiados, las grandes editoriales transnacionalizadas y el Grupo Clarín, por tan sólo citar al mascarón de proa de los señores del símbolo; a tal punto que los espacios más amplios y de recorrido casi obligado de la muestra –por la disposición ambiental de la misma– les pertenecen, y hasta los puntos de referencia para que el visitante descolocado pueda orientarse entre tanto gentío son los anuncios de sus productos de vanguardia: algo así como que le digan a uno que el baño de caballeros está detrás del cartel publicitario de la revista Ñ y que el de damas a pasitos del stand de Alfaguara.
Ni en la feria ni en la fundación quisieron soltar prenda, apenas si atendieron el teléfono para derivarlo a otro que nunca responde o está en reunión, pero sería bueno saber por qué el Estado Nacional debe pagar lo que se sabe paga (cifras con varios ceros, por cierto) para tener propia presencia, con la voz de alerta que este párrafo encierra respecto de la necesidad que creo tiene este, nuestro Estado, de revisar su política de participación en un evento que tan sólo consiste en sonadas ganancias para sus propietarios privados; y hasta de pensar en la posibilidad cierta de organizar un encuentro diferente, dedicado a los lectores como tales y no como meros consumidores, a los escritores y escritoras, a las universidades y las escuelas, las bibliotecas, y los medios públicos a la hora de ser difusores de cultura, a las editoriales independientes que en definitiva garantizan los mejores catálogos, a nuestros traductores, a la lengua de los argentinos y sus modismos regionales y provinciales, a los decires de género y de minorías que se transforman en mayorías. En fin, al libro y a sus hacedores, no a sus mercachifles.
Diversas opiniones y criterios fueron trazándose desde que Horacio González criticara la decisión de los organizadores de la Feria del Libro de conceder a Vargas Llosa su exposición inaugural, a favor y en contra de su actitud; también acerca de la intervención en el asunto de la presidenta Cristina Fernández. Arriesgo la siguiente interpretación.
Como tanta veces en la Historia, los hechos objetivos y sus consecuencias parecen haber excedido a las intenciones primeras de sus protagonistas. En su último (y reciente) libro, Kirchnerismo: una controversia cultural, González apela a Maquiavelo y al Dante para referirse a dos categorías de la dimensión política, la fortuna (quizá como perplejidad del azar) y la virtud (quizá como orden moral ordenador de causas y consecuencias); me permitiré tomar prestada su ocurrencia, como factores de una ecuación dialéctica.
Cuando el director de la Biblioteca Nacional interpeló al sobrino de Julia y la presidenta le solicitó que retirara esa interpelación, pidiéndole además que hiciese pública su intervención, se registró un dato de la metafísica política que me animo a definir como dialéctica de las responsabilidades, la del intelectual, que más allá de su circunstancial funcionalidad pública, se somete al honor de sus ideas; y la de la jefa de Estado y del proyecto de país y sociedad en el que se inscribe el propio González. Cumplieron con sus respectivos mandatos, uno con su pulsión, la que incluye una estética; ella con el ordenamiento de tácticas y estrategias que exigen los tiempos cortos, medio y largos del ejercicio del poder democrático y generador de nuevos paradigmas.
No sé si los dos protagonistas cruciales de aquel episodio supieron a ciencia cierta lo que sucedería (tampoco sé si tiene relevancia saberlo). Sin embargo, y dialécticamente juntos, abrieron a los argentinos una nueva alternativa para el camino ya demarcado por esa portentosa ley que es la de Servicios de Comunicación Audiovisual, cuya meta final consiste en la democratización de la palabra, en definitiva, libertad.
Quizás haya llegado la hora de que el coraje persistente frente a los oligopolios de la radio y la TV y la obstinada cerrazón de sus mandatarios políticos y judiciales se replique ante la concentración de las llamadas industrias culturales, en particular frente a la editorial, al libro, al viejo y amado texto, para que este se sume a las textualidades producidas y reproducidas desde el nuevo ámbito mediático en gestación.
Quizá sea oportuno un encuentro, un intercambio de ideas, entre Horacio González (Biblioteca Nacional) y Gabriel Mariotto (responsable hacedor de la llamada nueva Ley de Medios). No vaya a suceder que una campaña de promoción y venta de libros, consistente en el besuqueo automotor con la nieta de Mirtha Legrand, convierta al economista enrulado Martín Lousteau en el nuevo numen de la literatura patria. <
Los allí presentes soportaron el elegante mal trato de los organizadores de la feria y sus agentes de seguridad, porque se sabían en acto de desagravio a dos bandas: al director de la Biblioteca Nacional, quien fue blanco de la corporación mediática desde el día mismo que con justa puntería caracterizó a Vargas Llosa como insultador de las instituciones de la República y propagandista ramplón de una derecha regional (y global), que poco nuevo tiene que decir; y al conjunto de ciudadanos y ciudadanas (ellos y ellas no son responsables) que concurren al predio de la Rural, pagan su entrada y al final de cuentas no hacen otra cosa que pasear por un supermercado temporario, sin siquiera ofertas ni promociones en serio; en general, apenas si pueden comprar los mismos títulos y formatos que en forma cotidiana habitan los anaqueles de cualquier librería.
No puedo negar que ciertas actividades de carácter cultural sí tienen lugar, pero sólo forman parte del decorado, del engaña pichanga dirían los más viejos de barrio, tendiente a dotar de escenario a un evento que, de la mano del proceso de concentración oligopólica de la corporación mediático-editorial, se redujo a buen negocio para los patrones del lenguaje neutro, del libro chorizo o pizza congelada, al decir de Américo Cristófalo, director de la carrera de Letras de la UBA; en definitiva para un consorcio de mercaderes de alforjas privadas, como el que conforman la Fundación del Libro, la feria y sus socios privilegiados, las grandes editoriales transnacionalizadas y el Grupo Clarín, por tan sólo citar al mascarón de proa de los señores del símbolo; a tal punto que los espacios más amplios y de recorrido casi obligado de la muestra –por la disposición ambiental de la misma– les pertenecen, y hasta los puntos de referencia para que el visitante descolocado pueda orientarse entre tanto gentío son los anuncios de sus productos de vanguardia: algo así como que le digan a uno que el baño de caballeros está detrás del cartel publicitario de la revista Ñ y que el de damas a pasitos del stand de Alfaguara.
Ni en la feria ni en la fundación quisieron soltar prenda, apenas si atendieron el teléfono para derivarlo a otro que nunca responde o está en reunión, pero sería bueno saber por qué el Estado Nacional debe pagar lo que se sabe paga (cifras con varios ceros, por cierto) para tener propia presencia, con la voz de alerta que este párrafo encierra respecto de la necesidad que creo tiene este, nuestro Estado, de revisar su política de participación en un evento que tan sólo consiste en sonadas ganancias para sus propietarios privados; y hasta de pensar en la posibilidad cierta de organizar un encuentro diferente, dedicado a los lectores como tales y no como meros consumidores, a los escritores y escritoras, a las universidades y las escuelas, las bibliotecas, y los medios públicos a la hora de ser difusores de cultura, a las editoriales independientes que en definitiva garantizan los mejores catálogos, a nuestros traductores, a la lengua de los argentinos y sus modismos regionales y provinciales, a los decires de género y de minorías que se transforman en mayorías. En fin, al libro y a sus hacedores, no a sus mercachifles.
Diversas opiniones y criterios fueron trazándose desde que Horacio González criticara la decisión de los organizadores de la Feria del Libro de conceder a Vargas Llosa su exposición inaugural, a favor y en contra de su actitud; también acerca de la intervención en el asunto de la presidenta Cristina Fernández. Arriesgo la siguiente interpretación.
Como tanta veces en la Historia, los hechos objetivos y sus consecuencias parecen haber excedido a las intenciones primeras de sus protagonistas. En su último (y reciente) libro, Kirchnerismo: una controversia cultural, González apela a Maquiavelo y al Dante para referirse a dos categorías de la dimensión política, la fortuna (quizá como perplejidad del azar) y la virtud (quizá como orden moral ordenador de causas y consecuencias); me permitiré tomar prestada su ocurrencia, como factores de una ecuación dialéctica.
Cuando el director de la Biblioteca Nacional interpeló al sobrino de Julia y la presidenta le solicitó que retirara esa interpelación, pidiéndole además que hiciese pública su intervención, se registró un dato de la metafísica política que me animo a definir como dialéctica de las responsabilidades, la del intelectual, que más allá de su circunstancial funcionalidad pública, se somete al honor de sus ideas; y la de la jefa de Estado y del proyecto de país y sociedad en el que se inscribe el propio González. Cumplieron con sus respectivos mandatos, uno con su pulsión, la que incluye una estética; ella con el ordenamiento de tácticas y estrategias que exigen los tiempos cortos, medio y largos del ejercicio del poder democrático y generador de nuevos paradigmas.
No sé si los dos protagonistas cruciales de aquel episodio supieron a ciencia cierta lo que sucedería (tampoco sé si tiene relevancia saberlo). Sin embargo, y dialécticamente juntos, abrieron a los argentinos una nueva alternativa para el camino ya demarcado por esa portentosa ley que es la de Servicios de Comunicación Audiovisual, cuya meta final consiste en la democratización de la palabra, en definitiva, libertad.
Quizás haya llegado la hora de que el coraje persistente frente a los oligopolios de la radio y la TV y la obstinada cerrazón de sus mandatarios políticos y judiciales se replique ante la concentración de las llamadas industrias culturales, en particular frente a la editorial, al libro, al viejo y amado texto, para que este se sume a las textualidades producidas y reproducidas desde el nuevo ámbito mediático en gestación.
Quizá sea oportuno un encuentro, un intercambio de ideas, entre Horacio González (Biblioteca Nacional) y Gabriel Mariotto (responsable hacedor de la llamada nueva Ley de Medios). No vaya a suceder que una campaña de promoción y venta de libros, consistente en el besuqueo automotor con la nieta de Mirtha Legrand, convierta al economista enrulado Martín Lousteau en el nuevo numen de la literatura patria. <
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